viernes, 16 de octubre de 2009

Bar-bar el emisario


EL VIAJE DE BAR-BAR



Bar-bar, el emisario especial de la tribu Keen, “el hombre-palabra”, camina por el borde de la selva recorriendo el largo sendero que le separa de su destino. No va solo: cuatro cazadores jóvenes y hábiles, los más hábiles de la tribu, le acompañan. Es necesario, pues los tres días de camino representan grandes peligros. También su pequeño aprendiz, Di-di, va a su lado respetuosamente, a veces cogiéndole de la mano para ayudarle en los tramos empinados, y sus ágiles piernas le sirven para tirar con cuidado de su maduro maestro. Los cuatro cazadores no van callados, sino que cantan y ríen continuamente, levantando mucho la voz. Son fuertes y se sienten seguros. No les importa hacerse notar. A veces Bar-bar se enoja y les manda callar con un gesto, pero el silencio dura muy pocos minutos, y siempre salpicado de risotadas contenidas. También Di-di participa tímidamente de la diversión, pero Bar-bar no. Él va serio. Sabe que su misión es importante, y, a pesar de la ruidosa compañía, se siente solo, muy solo. La carga que trasporta cuidadosamente atada alrededor de su cintura en recipientes impermeabilizados de fibras es la causa de su sombrío semblante. Echa de menos la compañía de Sabe-sabe, el jefe de la tribu, de Mira-mira, la hechicera, y de los otros ancianos de la tribu, con los que ha mantenido largas conversaciones alrededor del fuego las cuatro o cinco últimas noches, preparando cuidadosamente su misión. Su valiosa carga es el “matare”, su poción mágica, la sustancia que convierte sus pequeñas flechas de junco en dardos mortales, infalibles y de efecto inmediato, la que les permite conservar su gran territorio llano, fértil y pantanoso que les proporciona todo lo que necesitan pero que no tiene ni el más mínimo accidente natural defensivo. Las tribus salvajes de los alrededores, cuyos grandes cuerpos y afilados dientes bastarían para destrozar en pocos minutos a todos los habitantes del poblado casi han desaparecido, y los pocos que quedan huyen desaforados en cuanto cualquier componente de los Keen, sea hombre, mujer, niño o anciano, se lleva a la boca su fina y brillante cerbatana.
Se siente solo, sí, porque en su cabeza bullen muchas ideas y posibilidades acerca de cómo abordar la misión que se trae entre manos y no tiene con quién discutirlas. Se trata de obtener a cambio de su matare la mayor cantidad de recipientes de los que fabrican los Kuenc. Son hermosos objetos impermeables, de textura lisa y poco peso, formas redondeadas pero estables, dureza sin igual y resistentes al fuego, adornados con trazos misteriosos que invocan a los dioses para solicitar su ayuda a la hora de conseguir comidas nutritivas y apetitosas. No es la primera vez que realiza esta misión. Ya lo hizo el año pasado, y el anterior, y ello sirve, a pesar de la experiencia acumulada, para que albergue temores en su corazón que la primera vez, incluso la segunda, no tenía, amparado por su primeriza ingenuidad. Bar-bar sabe que no debe cometer el más mínimo error. Él va a tratar directamente con el gran jefe Kuenc, que rodeado de sus hijos se sabrá dominador de la situación. Bar-bar debe convencerle con sutiles discursos (ayudado sólo de su escasísimo vocabulario Kuenc, sus gestos y expresiones, los dedos de las manos para contar y sus miradas y sonrisas) para hacer llegar a buen término su negociación.
Pues los Kuenc son un pueblo hosco, altivo y autosuficiente. Viven en las pequeñas y escarpadas colinas areniscas de la orilla del mar, y sus fortalezas naturales son prácticamente inaccesibles. Dominan las playas y los acantilados adyacentes, y tienen millares de aves marinas, con huevos y polluelos, millares de cardúmenes de peces, millares de lagartos enormes y millones de roedores a su disposición, además de infinitas reservas de barro rojizo bajo la arena de la playa y en los fondos de las grutas en las que viven para realizar sus instrumentos. Dominan el fuego a la perfección, y saben mantenerlo vivo dentro de cúpulas de barro con pequeñísimas cantidades de una sustancia negra que ellos llaman turba, de la que están bien abastecidos. Sus cuerpos esbeltos y gráciles son del color del barro, o el barro ha teñido su piel, pues para ellos es un material de manejo diario. Incluso parecen ellos mismos hechos de barro.
Bar-bar recuerda que no fue fácil para su predecesor, el actual jefe Sabe-sabe, convencer a estos estilizados seres de movimientos morosos y ojos escrutadores de que el matare podía ser de gran ayuda para ellos en caso de que los salvajes de dientes largos que recorren periódicamente las llanuras decidieran arbitrariamente (tal es su extraña mentalidad) atacar las colinas doradas de los Kuenc. El gran jefe Kuenc desconfiaba de Sabe-sabe, e hizo falta gran cantidad de regalos y conversaciones para que al fin Sabe-sabe pudiera regresar a la aldea Keen con varios de esos maravillosos recipientes que podían servir para sacar mucho más rendimiento a sus precarias hogueras de palos y hojas. La hechicera Mira-mira y todos los demás experimentaron días y días, lunas enteras, hasta conseguir al fin nuevos alimentos mucho más sabrosos y variados, llevando a cabo las inconexas indicaciones que les había dado Sabe-sabe a partir de lo que él y su joven aprendiz Bar-bar habían podido espiar en la aldea Kuenc. Desde entonces los recipientes de la aldea Kuenc eran un bien muy preciado en el poblado Keen y cada primavera era necesario realizar un viaje de abastecimiento. Así los Keen, cazadores, recolectores y trenzadores, se volvieron además cocineros, o mejor dicho cocineras, porque, a diferencia de los Kuenc, cuyos componentes participaban por igual en todas las labores y diversiones, los hombres Keen eran excluidos sistemáticamente de todas las actividades interesantes, y de este modo ni la cocina, ni el cuidado y educación de los hijos, totalmente fuera del alcance de los hombres, ni la medicina, cuyas únicas conocedoras eran Mira-mira y sus aprendizas, ni la fabricación del matare, ya que la fórmula era conocida únicamente por la hechicera anciana de la tribu, les era permitido a los hombres. Éstos tenían que conformarse con las labores más primarias y agotadoras, como la caza, la construcción de cabañas con juncos, la recolección de toda clase de hierbas y bulbos, la defensa del poblado frente a los atacantes (aunque todos los Keen portaban su carcaj diminuto repleto de dardos envenenados y su fina cerbatana y la usaban todos con extraordinaria pericia), las largas y agotadoras negociaciones comerciales, como el trabajo actual de Bar-bar, incluso la jefatura de la tribu, pesada y complicada carga que cada jefe sucesivo aceptaba con orgullo pero también con infinita aprensión, mientras que la verdadera guía de su gente era Mira-mira, casi una diosa, que debía ser protegida a toda costa, pues su conocimiento, entre otras cosas, de la fórmula del matare, sólo transferible el día de su muerte a su sucesora, la hacía la virtual salvadora de la vida de todos y cada uno de los Keen.
Cavilaba Bar-bar acerca de todas estas cuestiones y sabía que ese secreto del matare exclusivo de la hechicera era, además de un mandato divino, un sistema de seguridad que facilitaba que él, Bar-bar, o cualquier otro emisario como Sabe-sabe antes que él, o quizá Di-di después, pudiera llevar a cabo el intercambio con seguridad, pues los pueblos con los que negociaban sabían que de nada serviría secuestrarlo y torturarlo para hacerle hablar, o esclavizarlo para que fabricase para ellos el matare. Sólo la hechicera, bien protegida tras un muro infranqueable de muerte en forma de miles de dardos envenenados, tenía la facultad de fabricarlo. Además, entre todos los pueblos con los que los Keen comerciaban, se conocía la historia de lo que les sucedió a los Rack, que secuestraron al emisario, el predecesor de Sabe-sabe, y lo mantenían atado entre tres hombres para que buscara los materiales y fabricase el matare, pensando que así estarían por encima de todas las demás tribus. El predecesor de Sabe-sabe sufrió lo indecible, pero aunque hubiera sentido la tentación de hacerlo era totalmente imposible que fabricase el matare, pues no tenía la menor idea de cómo ni con qué. Finalmente, gracias a su astucia y, sobre todo, a la torpeza y falta de recursos de los Rack, logró escapar herido y casi moribundo. Pero lo Keen, cazadores de grandes animales de la llanura, son resistentes corredores bajo el sol y la lluvia, y así fue como aquel maduro hombre, herido y débil, consiguió regresar a pesar de todo a su aldea y contar lo sucedido. Los Rack nunca más obtuvieron el matare, y ahora son un pueblo pobre y diezmado que recoge las sobras de los demás o mendiga a veces en los caminos.
Bar-bar, como antes Sabe-sabe y como todos los predecesores de éste, tiene una cualidad especial más agudizada que otros hombres: es capaz de entrar en la cabeza de otros a través de sus ojos. Eso significa que muchas veces sabe qué va a hacer o decir, exigir o negar la persona con la que está tratando. Por eso lo escogió Sabe-sabe como aprendiz, y por eso ha escogido él a Di-di. Para ser emisario y tratar con gente desconocida y extraña es necesaria en un hombre esta cualidad que parecen tener en especial las madres con sus bebés. No sólo sabe Bar-bar casi siempre lo que está pensando el otro. También, lo mismo que las mujeres con los bebés, siente lo que otro siente. Esto es malo, muy malo, pues el dolor y la tristeza pasan a él desde la cabeza del otro a través de sus ojos. También puede ser bueno, muy bueno, cuando esto sucede con la risa y la alegría. Pero un hombre ecuánime sabe que lo malo no es tan malo, pues Bar-bar ha visto muchas veces que gracias a esa trasmisión del dolor la mujer o el hombre es capaz de ingeniárselas para solucionar el problema del niño, del enfermo, del cachorro, y que cuando es bueno no es tan bueno, pues también ha visto muchas veces Bar-bar que, arrastrados por la alegría de otros, uno puede olvidar solucionar sus propios problemas. Sin embargo, esta cualidad es útil, principalmente a la hora de negociar. Bar-bar ya no caza, ni recoge plantas, ni construye chozas. Ahora su trabajo es éste: negociar. Es un trabajo importante.
Al fin regresan. Han sido dos días y dos noches muy intensas, y Bar-bar vuelve satisfecho. La primera vez que acudió como emisario regresó descontento de sí mismo. Los Kuenc habían sufrido algunos ataques de los salvajes y necesitaban el matare. Bar-bar, envanecido por su reciente nombramiento, había sido duro en la negociación sin atender lo que le mandaba su corazón. Había obtenido bellos recipientes y había entregado poco matare. Y al irse de allí pensaba que había decepcionado al gran jefe Kuenc hasta el punto de hacer peligrar sus futuros intercambios. La segunda vez Bar-bar iba dispuesto a rectificar sus relaciones con los Kuenc, pero tampoco regresó satisfecho. El jefe Kuenc le había demostrado que su matare no les era tan necesario y que los Kuenc no doblan la cerviz dos veces seguidas. Eran hombres de recursos, y sabían cómo confeccionar dañinas y afiladas flechas, sin veneno pero muy peligrosas. Bar-bar tuvo que aceptar condiciones poco ventajosas, obtener pocos y sencillos recipientes y para colmo recibir los reproches y hasta los golpes de los suyos a su regreso a la aldea.
Pero esta vez ha sido diferente. Sus equivocaciones anteriores le han enseñado y ha sabido actuar con firmeza y amabilidad. Ha sabido comprender bien los mensajes del gran jefe Kuenc. Ha reconocido la elegante organización de ese pueblo. Incluso ha aprendido muchas más palabras y símbolos esta vez que las anteriores. La mercancía obtenida es resistente y abundante, y las cestas de fibras rígidas que los cuatro cazadores traían vacías están ahora llenas a rebosar de cuencos de todas clases.
Los Kuenc han preparado para ellos deliciosas comidas de cuya elaboración Bar-bar ha tomado buena nota. Los Kuenc son capaces de fabricar muchas cosas, como cuencos, comidas, mantos, lechos, etc, pero Bar-bar se ha dado cuenta de que no son un pueblo opulento, en parte debido a los severos dioses a los que adoran, el dios de la vida, el dios de la luz y el dios de la tranquilidad, que les exigen cazar, pescar o recolectar menos de la mitad de lo que encuentran cada día, dejando todo lo demás como está en ofrenda obligada a ellos. Esto quiere decir que si en un nido hay tantos huevos como los dedos de las dos manos ellos sólo pueden coger los que corresponden a los dedos de una mano o menos. Lo mismo sucede con los polluelos, los peces, tubérculos, bayas......Es muy dura su ley. Pero el castigo puede ser terrible. Las tradiciones cuentan que a sus playas llegaban todas las primaveras miles de animales grandes y grasientos que salían del mar, cuyas crías eran deliciosas y de estupenda piel. Una primavera los Kuenc quisieron rendir un homenaje a los Gueule, sus nuevos aliados, un pueblo de hombres grandes y amantes de la carne. Armados de agudas lanzas cazaron sin control todas las crías que encontraron. Los Gueule se mostraron satisfechos, así que los Kuenc repitieron la hazaña la siguiente primavera, y la siguiente. Pero al fin los dioses, indignados, los castigaron haciendo que los animales gordos y grasientos no volvieran más. Durante años los Kuenc acudieron a la playa en su busca y esperaron en vano. Los Gueule, decepcionados, rompieron su alianza con ellos y desde entonces los Kuenc tienen que conformarse con pájaros, lagartos y ratones. Algunos animales gordos y grasientos comienzan a acudir de nuevo a esta costa, pero los Kuenc, atemorizados, no sólo no los atacan, sino que vigilan para que ningún otro pueblo lo haga. Esta historia hace pensar a Bar-bar.
El camino de regreso es más peligroso. Están más cansados y más cargados. No tienen nada que temer de los Kuenc y de algunas otras tribus que recorren la zona y con los que intercambien bienes. Todos ellos saben que el matare dejará de llegar a ellos si no respetan a su emisario. Pero sí deben temer a los grupos salvajes que no tienen nada que ofrecer y cuya única posibilidad de obtener bienes, ya sea matare, cuencos o cualquiera de las otras cosas a las que tienen acceso los Keen, es atacar, robar, matar. Ya ha habido incidentes otras veces.
Y sí, sufren un ataque. Cuando van caminando cerca de una pared de roca una lluvia de pedruscos les cae encima. Uno de los cuatro jóvenes es abatido al instante, pero todos los demás reaccionan tan deprisa que en pocos minutos los seres monstruosos que han lanzado las piedras han caído fulminados por los dardos. Di-di ha sido rápido, y con una puntería magnífica ha colocado un dardo entre los ojos del que parecía mandar. Los otros, desconcertados, han intentado huir, pero al fin han caído todos ellos bajo la lluvia de dardos.
Asustados, Bar-bar, Di-di y los tres jóvenes rodean al que ha caído y comprueban que está muerto. Entonces cavan en la tierra seca, lo colocan allí y lo cubren con grandes piedras. No pueden realizar un ritual completo de muerte allí, ni transportar a su compañero muerto hasta la aldea. En lugar de eso se llevan su amuleto, sus cabellos y el dedo pulgar de su mano derecha, donde está el espíritu de cada uno. Envuelven todo con cuidado en su capa y se lo llevan para colocarlo junto a los demás espíritus que duermen en la charca cercana a la aldea. Los daños en los cuencos, sin embargo, han sido pequeños gracias sobre todo a la resistencia de los cestos que los contienen. Sólo una parte del cargamento del guerrero muerto ha resultado dañada.
El resto del viaje es triste. Bar-bar ha logrado su propósito pero, como siempre, la implacable ley de la vida y la muerte ha puesto su precio.
La llegada a la aldea, por lo tanto, está rodeada de sentimientos opuestos, alegría por el éxito de la misión, tristeza por la muerte de uno de los suyos y además uno de los mejores cazadores. Entre gritos de júbilo y gemidos desgarradores el jefe Sabe-sabe y la hechicera Mira-mira agradecen y alaban públicamente el trabajo de Bar-bar y su equipo. Los nuevos cuencos, desplegados sobre una estera en el centro del poblado, son repartidos por Sabe-sabe con arreglo a las necesidades y valoración social de cada persona o familia. La familia del cazador muerto recibe en compensación el cuenco más bello además de la parte de recipientes que le corresponde.
Bar-bar está cansado. Se muestra sombrío. Su expedición, a pesar de todo lo aprendido y obtenido, es sólo un éxito pequeño, afeado por una muerte de la que en el fondo se siente responsable. Piensa que nunca más se acercará tanto a una pared de rocas.

Con Ágatha


-Qué felicidad, con casi setenta años me siento cada vez más deseable. No todas tienen un marido arqueólogo…..
-Pero Ágatha, ¿qué dices? me muero de risa contigo.
-Tonta, ¿no sabes que el amor está sustentado en cosas misteriosas? ¿y no sabes, además, que es el más poderoso afrodisíaco que existe?
-Me haces sonrojar….
-Venga, venga, no me digas que no sabes nada sobre estas cosas, tú que eres una mujer joven y atractiva…
-Algo sé, sí, pero sería completamente incapaz de expresarlas como tú haces.
-Ah, la experiencia. He comprobado que el viejo dicho es verdad: “Más sabe el diablo por viejo que por diablo”.
-¡Huy, pero eso suena como si el saber nos hiciera malvados!
-Bueno, en realidad… ¿qué es ser malvado? ¿No depende quizá del punto de vista? Pero es hora de que te tomes otra taza de té ¿es que no te ha gustado? ¿quizá tiene un sabor extraño?
-Sí… sí que me ha gustado, un poquito más, gracias Agatha. Con lo de ser malvados o no ¿quieres decir que para el que sufre las consecuencias hay maldad, y para el que recibe los beneficios, bondad…?
-¿Ves cómo sí que sabes expresarte? Precisamente, y…. y hablando de amor, ¿sabes que no me gusta nada cómo miras a mi arqueólogo? Ah, ahora sí que te has sonrojado de verdad..
-No sé a qué te refieres, Agatha, yo no….
-Ya, tú no….. Pero te ocupas de encontrarte con él por los pasillos, de quedaros a solas cuando todos terminamos de cenar, él me lo ha dicho.
-¿Cómo? Traidor….
-Desprecias el poder del verdadero amor, querida. Te comprendo, para ti la vida es simple, no sabes lo que se esconde detrás de los años. Ven aquí, no llores, seguiremos siendo amigas. Y recuerda, mi marido es más joven que yo, pero sabe enamorarse de lo que no se va con el maquillaje, de lo que no perece… ya sabes, de lo que no muere. Pero ahora palideces… Debe de ser el té. Si, enseguida probablemente dejarás de respirar, poco a poco, te irás ahogando lo quieras o no. ¡Y palideces más aún! Haces mal, así le gustarás todavía menos ¿Otra tacita de té?

Pásame la sal

-Pásame la sal…..

La frase sonaba sugerente y pícara.

-Sólo si estiras el brazo hasta aquí.
-Quieres que se me abra el escote…. Anda, pásame la sal.
-Quiero atraparte la mano e inmovilizarte, así, sí, ¿ves? desde aquí puedo ver casi todo lo que me interesa.
-¿Casi todo? ¿Qué más te interesa?
-No te lo voy a decir por ahora, te voy a soltar pero sólo para que vengas a sentarte aquí a mi lado.
-¿Es para ver mejor eso que te interesa tanto? Entonces no me sueltes….Pero pásame ya la sal, pesado.
-¿Es que no me lo quieres enseñar?
-Tendrás que obligarme de alguna manera, si no saldré huyendo.
-No podrás ir muy lejos.
-Eso ya lo veremos…

Como un destello fugaz viajando desde el pasado esta escena iluminó el opaco fondo de sus ojos, mientras la veía a ella, que mirándole con dura impaciencia, repetía amargamente:
-Que me pases la sal.

Mirlo y maleta




Antes de amanecer el mirlo se burla de mí con su silbido sardónico. Hace frío, siempre oigo a ese mirlo que desde la espesura del jardín se ríe cuando vuelvo a casa tarde y medio borracho. Su canto me suena a juerga: diversión, copas, flirteo…..todo eso que llevas arrastrando como una especie de halo mientras intentas meter la llave en la cerradura, entre las brumas del alcohol. Después caes en la cama como un saco y le sigues oyendo a través del cristal, más lejano, y te duermes enseguida sin prestar atención a quien junto a ti llora en silencio, envuelto en sus malditos trinos irónicos, precisamente cuando ya no tienes ganas de broma.
Ahora camino maleta en mano hacia el taxi, dejo nuestro jardín, dejo nuestra casa, dejo a mi mujer….. dejo a este mirlo que ahora, antes de amanecer, se sigue riendo de mí, ahora que ya no seré más que un exiliado de mi propia vida, de mi ángel, expulsado de su amor y su compañía, manchado con sus celos, quemado con su ira, y este mirlo se sigue riendo de mí, ahora que me pesa esta maleta, ahora que no tengo las más mínimas ganas de broma.